"Ni siquiera fue nuestra especie; y de esto hace ya más de quinientos mil años. Entonces, un homínido de nuestro género, quizá un Homo erectus[1], aprendió a domesticar el fuego y cambió para siempre las relaciones sociales de nuestros antepasados. Allí, al abrigo del fuego; allí, al calor del hogar, se reunirían aquellos cazadores-recolectores, auténticos supervivientes de una época hostil, después de haber conseguido vivir un día más. Quién sabe, pero, a lo mejor, en esos momentos de remanso, de tregua, de comunión con su clan, surgiría el relato del día, la hazaña de la jornada: historias de esas que se transmiten de generación en generación y que evocan un tiempo pretérito y heroico. Así, las historias protagonizadas por estos cazadores sobrevivirían al paso del tiempo a través de las palabras; palabras desgastadas que desdibujan el contorno de la realidad y desembocan en el terreno de la ficción, es decir, en la Literatura.
Lástima que de todo aquello tan solo queden unos pocos útiles de carácter lítico. Aunque si el Hombre paleolítico fue capaz de mostrar tal destreza en el arte rupestre y en el arte mueble, por qué no pensar que pudo alcanzar la misma altura en la Literatura. Sea como fuere, no parece descabellado pensar que la narración, el relato, tuvo ya desde su origen la necesidad de crear un vínculo de pertenencia de grupo. Pero, ¿y si existió realmente un Poema del Cazador?"
[1] El término “Homo erectus” engloba aquí a distintas nomenclaturas regionales (ergaster, antecesor…). Aunque, evidentemente, los restos más antiguos de domesticación del fuego se encuentren en África.
Prof. Sánchez Nombela.